La finca era de gran extensión. En la lejanía, podíamos observar el mezclado colorido de las siembras de hortalizas y vegetales de todas clases. Los árboles de limones, guanábanas, chirimoyas y anones que se alzaban a trechos por toda la finca, nos tentaban con sus deliciosas frutas. Las palmas de cocos, que le daban el nombre a la finca, se empinaban airosas por todas partes. Y escondiéndose abochornados entre la tupida maleza, como sombras de un pasado lejano, quedaban aún restos de algunas casas que habitaron los esclavos en la época colonial, cuando nuestros antepasados eran los dueños de la finca.
En las arboledas saltaban alegres tomeguines, gorriones, azulejos y trinaban melodiosos los sinsontes, mientras grupos de tiñosas volaban vigilantes con sus alas extendidas e inmóviles empujadas por las brisas en busca de alimento. No muy lejos de la casa, estaban los chiqueros para la cría de cerdos, todos con piso de cemento para mantener la limpieza adecuada. Estos se engordaban para la venta, extracción de manteca y carne para consumo familiar.
Mi abuelo, robándole un poco de tiempo a sus diversas obligaciones, me montaba en un manso caballo y guiando las riendas con sus manos, íbamos hasta la cercana arboleda para recoger algunas frutas. En otras ocasiones, que eran mis preferidas, me llevaba hasta el pozo en busca de agua sobre una carreta tirada por bueyes con un tanque para ser llenado con el precioso liquido.
A lo lejos, atravesaba la finca una línea de ferrocarril por donde pasaba un tren en horas avanzadas del atardecer. Mientras la noche descendía sobre la campiña, sentados en el portal trasero de la casa, esperábamos ansiosos escuchar el lejano silbido de su locomotora. Imaginábamos estar sentados en su interior asomados a una ventanilla mirando desfilar ante nuestros ojos las mágicas luces de misteriosos pueblos y casas solitarias, que en la distancia, perfilaban sus siluetas oscuras.
Otros domingos los compartíamos entre los pueblecitos de La Gallega y Bacuranao. En este último, vivían los familiares de mi padre y algunos de mi madre. Una vez, caminando con nuestro padre desde la casa de una de sus hermanas, atravesamos
numerosas fincas hasta llegar a la hermosa playa de Bacuranao, que en aquel entonces
estaba completamente despoblada. Solo había un abandonado torreón español, que en la época colonial cuidaba celoso de la intromisión de piratas y tal vez de la armada inglesa.
En la playa, donde terminaba la maleza virgen, comenzaba la arena fina a descender para esconderse bajo las olas débiles que venían a dejar sus huellas de blanca espuma.
El mar, con sus claros colores azul y verde, lucía inmenso, solitario. Blancas nubecillas pasaban presurosas. La brisa movía las hojas de las matas de uvas caletas que se aventuraban a crecer cerca del agua. Sentados sobre la húmeda arena, dejábamos pasar aquellas horas deliciosas impregnadas de aire puro, salitre y olor a mar.
Así finalizaban nuestros domingos campestres. Con muchas ilusiones hechas realidad, regresábamos a la habitual tranquilidad de nuestro hogar, soñando con anones y mangos, con el viejo castillo de la playa, con piratas, con el misterioso silbido de un tren…y con tantos bellos e imborrables recuerdos de días felices de nuestra juventud.