"Pasábamos frente al “Club de Cojímar” y el restaurante “La Terraza”, donde Ernest Hemingway (premio Nobel de Literatura en 1954) autor de “El Viejo y el Mar” y otras conocidas novelas, satisfacía sus inclinaciones alcohólicas."
Cojímar.- Nuestro itinerario favorito era Cojímar. Pueblo que en las noches duerme abrazado por el mar, escuchando el murmullo de las olas y el silbar de la brisa marina jugueteando por sus calles.
El viaje comenzaba en las calles Jesús Maria y Venus, siguiendo por esta última llegábamos a la calle de Castanedo, donde doblábamos a la derecha continuábamos hasta la carretera de Cojímar, la cual era un reto para nuestras habilidades ciclísticas. Casi al final de la carretera, después de haber recorrido cinco kilómetros, distancia que separa Guanabacoa de Cojímar, surgía imponente la loma elevada, que pretendía inútilmente tocar el cielo con su cima alta y redonda. De súbito, comenzaba la ardua ascensión. Una de las reglas era que teníamos que pedalear las bicicletas sin levantarnos de sus asientos. Esta posición hacia más difícil el esfuerzo.
Cuando llegábamos a la cima de la loma la vista del pueblo se mostraba fascinante. Las casas, que por la distancia parecían muy pequeñas, se extendían sin temor hacia la costa.
El descenso de la loma era fácil y agradable, aunque teníamos que presionar frecuentemente los frenos de las bicicletas para aminorar la velocidad. Pasábamos frente al “Club de Cojímar” y el restaurante “La Terraza”, donde Ernest Hemingway (premio Nobel de Literatura en 1954) autor de “El Viejo y el Mar” y otras conocidas novelas, satisfacía sus inclinaciones alcohólicas.
A nuestra derecha, bajo la empinada escarpadura, podíamos observar la arena de la playa llamada “Cachón” iluminada por el sol y adornada con las humildes casetas de los pescadores y los pequeños botes que resaltaban pintorescos con sus llamativos colores.
Sobre el largo malecón saltaban las olas, que impunemente golpeaban las rocas que se alzaban sólidas, tratando de contener la fuerza agresiva del mar. Y allá, en la lejanía, hasta donde podía alcanzar nuestra vista, mar y cielo se unían en un espectáculo maravilloso.
Después de finalizar el descenso recorríamos la calle Real y llegábamos hasta el muelle, en donde algunos pescadores lanzaban sus anzuelos con la esperanza de lograr un buen engarce de la rica pesca de ese litoral. La entrada de la bahía era de aguas profundas, abundante en mantas y tiburones pequeños.
A unos pocos metros del mismo muelle, con su figura histórica matizada de recuerdos de nuestra época colonial, observábamos la imperturbable edificación del Torreón de Cojímar, con su estrecha escalera que ascendía hasta la pequeña puerta en la parte superior de la fortaleza. El sol proyectaba sobre las aguas inquietas la silueta del antiguo bastión español, mientras las olas balanceaban con furia los yates, que anclados muy cercal del muelle, esperaban su próxima incursión pesquera.
Después de tomar un ligero descanso nos dirigíamos hacia “El Cachón”, donde guardábamos las bicicletas y nos poníamos las trusas en la caseta de Pancho, un pescador de origen español ya conocido, pues cuidaba de un bote de vela propiedad de mi hermano. Este pescador lo recuerdo bien con su piel rojiza quemada por el sol y su pelo blanco, que brotaba descuidado bajo su desteñida gorra marinera, que me recordaba al pescador creado por Hemingway en su famosa novela “El Viejo y el Mar”. Bordeando la
playa, caminábamos sobre la arena hasta llegar al río de Cojímar, el cual atravesábamos
a nado braceando fuertemente contra la corriente. Pasábamos frente a la vieja casona llamada “La Tiburonera”, que era un antiguo negocio donde se procesaba, si mal no recuerdo, aceite de tiburón. Desde este lugar nadábamos hasta el cercano “Cayito”, una diminuta isla de muy pocos metros de superficie cubierta de rocas y rodeada de aguas poco profundas y tan claras, que podíamos admirar los peces de diferentes colores pasando rápidos entre nuestros pies.
Después, deshaciendo el recorrido, regresábamos al “Cachón” en busca de nuestras bicicletas. Continuábamos por la calle Real bordeando la costa, hasta llegar a la “Pozeta de Los Curas”, lugar poco atractivo, donde el agua era muy salitre y conocida por sus supuestos poderes curativos. A pesar de esto, muy pocas veces nos aventuramos a introducir nuestros pies en estas aguas, pues el fondo era muy rocoso y cubierto de erizos que nos obligaban a caminar con la protección de zapatillas. Al lado de la pozeta, existía un solitario y oscuro edificio, donde procesaban el agua marítima para extraer su sal.
Tomábamos nuevamente las bicicletas para regresar a nuestras casas. El aire puro de la costa nos fortalecía. Agotados, emprendíamos la ardua subida de la loma, dejando atrás en el recuerdo, un paseo inolvidable que muy pronto volveríamos a repetir.
El viaje comenzaba en las calles Jesús Maria y Venus, siguiendo por esta última llegábamos a la calle de Castanedo, donde doblábamos a la derecha continuábamos hasta la carretera de Cojímar, la cual era un reto para nuestras habilidades ciclísticas. Casi al final de la carretera, después de haber recorrido cinco kilómetros, distancia que separa Guanabacoa de Cojímar, surgía imponente la loma elevada, que pretendía inútilmente tocar el cielo con su cima alta y redonda. De súbito, comenzaba la ardua ascensión. Una de las reglas era que teníamos que pedalear las bicicletas sin levantarnos de sus asientos. Esta posición hacia más difícil el esfuerzo.
Cuando llegábamos a la cima de la loma la vista del pueblo se mostraba fascinante. Las casas, que por la distancia parecían muy pequeñas, se extendían sin temor hacia la costa.
El descenso de la loma era fácil y agradable, aunque teníamos que presionar frecuentemente los frenos de las bicicletas para aminorar la velocidad. Pasábamos frente al “Club de Cojímar” y el restaurante “La Terraza”, donde Ernest Hemingway (premio Nobel de Literatura en 1954) autor de “El Viejo y el Mar” y otras conocidas novelas, satisfacía sus inclinaciones alcohólicas.
A nuestra derecha, bajo la empinada escarpadura, podíamos observar la arena de la playa llamada “Cachón” iluminada por el sol y adornada con las humildes casetas de los pescadores y los pequeños botes que resaltaban pintorescos con sus llamativos colores.
Sobre el largo malecón saltaban las olas, que impunemente golpeaban las rocas que se alzaban sólidas, tratando de contener la fuerza agresiva del mar. Y allá, en la lejanía, hasta donde podía alcanzar nuestra vista, mar y cielo se unían en un espectáculo maravilloso.
Después de finalizar el descenso recorríamos la calle Real y llegábamos hasta el muelle, en donde algunos pescadores lanzaban sus anzuelos con la esperanza de lograr un buen engarce de la rica pesca de ese litoral. La entrada de la bahía era de aguas profundas, abundante en mantas y tiburones pequeños.
A unos pocos metros del mismo muelle, con su figura histórica matizada de recuerdos de nuestra época colonial, observábamos la imperturbable edificación del Torreón de Cojímar, con su estrecha escalera que ascendía hasta la pequeña puerta en la parte superior de la fortaleza. El sol proyectaba sobre las aguas inquietas la silueta del antiguo bastión español, mientras las olas balanceaban con furia los yates, que anclados muy cercal del muelle, esperaban su próxima incursión pesquera.
Después de tomar un ligero descanso nos dirigíamos hacia “El Cachón”, donde guardábamos las bicicletas y nos poníamos las trusas en la caseta de Pancho, un pescador de origen español ya conocido, pues cuidaba de un bote de vela propiedad de mi hermano. Este pescador lo recuerdo bien con su piel rojiza quemada por el sol y su pelo blanco, que brotaba descuidado bajo su desteñida gorra marinera, que me recordaba al pescador creado por Hemingway en su famosa novela “El Viejo y el Mar”. Bordeando la
playa, caminábamos sobre la arena hasta llegar al río de Cojímar, el cual atravesábamos
a nado braceando fuertemente contra la corriente. Pasábamos frente a la vieja casona llamada “La Tiburonera”, que era un antiguo negocio donde se procesaba, si mal no recuerdo, aceite de tiburón. Desde este lugar nadábamos hasta el cercano “Cayito”, una diminuta isla de muy pocos metros de superficie cubierta de rocas y rodeada de aguas poco profundas y tan claras, que podíamos admirar los peces de diferentes colores pasando rápidos entre nuestros pies.
Después, deshaciendo el recorrido, regresábamos al “Cachón” en busca de nuestras bicicletas. Continuábamos por la calle Real bordeando la costa, hasta llegar a la “Pozeta de Los Curas”, lugar poco atractivo, donde el agua era muy salitre y conocida por sus supuestos poderes curativos. A pesar de esto, muy pocas veces nos aventuramos a introducir nuestros pies en estas aguas, pues el fondo era muy rocoso y cubierto de erizos que nos obligaban a caminar con la protección de zapatillas. Al lado de la pozeta, existía un solitario y oscuro edificio, donde procesaban el agua marítima para extraer su sal.
Tomábamos nuevamente las bicicletas para regresar a nuestras casas. El aire puro de la costa nos fortalecía. Agotados, emprendíamos la ardua subida de la loma, dejando atrás en el recuerdo, un paseo inolvidable que muy pronto volveríamos a repetir.