Era domingo temprano. Risas juveniles despertaban la mañana. Había mucha actividad en nuestro hogar. En la cocina nuestra madre preparaba el desayuno habitual de café con leche y pan con mantequilla, El periódico dominguero no se leía, solo se hojeaba. Había prisa y el tiempo corría presuroso.
Ansiosos nos sentábamos en el ómnibus que nos conducía hasta la entrada de la finca “Los Cocos”, situada en el pequeño pueblo de “La Gallega”. Un pueblo donde las casas se alejaban unas de las otras como para no mirarse, pues la mayoría de la población vivía dispersa en las fincas de la comarca.
La antigua casa de mis abuelos, sencilla pero amplia, tenía dos portales, uno al frente y otro en la parte posterior. En este último se celebraban, con sabrosas comidas criollas, todas las festividades familiares y se reunían diariamente los trabajadores de la finca y mis familiares a la hora de almuerzo.
Detrás, algo separada de la casa, había una especie de pequeño bohío que servía a modo de despensa. En su interior, colgaban del techo ajos, plátanos, cebollas y alguna pierna de cerdo; sobre el suelo de tablas, en filas bien ordenadas, habían sacos de legumbres y toda clase de vegetales que la finca producía y eran almacenados para el consumo de la familia. En un rincón siempre encontrábamos un barril lleno de manteca de cerdo.
No muy lejos, a un costado de la casa, había un establo en donde se ordeñaban las vacas dos veces al día. En la madrugada, se escuchaba el paso cansado de las vacas resonando sobre el camino terroso que las conducía al establo para ser ordeñadas. Este desfile se repetía diariamente en horas del atardecer. Años después, mi abuelo instaló una planta de pasteurización de leche y modernizó el sistema de ordeñamiento.
Bordeaba este camino una cerca de alambre, que separaba uno de los terrenos destinado al pastoreo del ganado. Una rústica puerta de alambres cerraba el camino que terminaba a la entrada de una arboleda, que abriéndose generosa, cubría el terreno con árboles de mango, guayaba, anones, chirimoya y separados por un pequeño espacio se reunían los coposos árboles de aguacate.
Rodeaban esta arboleda cercas de piñas, donde las gallinas, entre las hojas espinosas, hacían sus nidos y producían suficientes huevos para el consumo hogareño. Cuando atravesábamos la arboleda y penetrábamos en el contiguo y amplio espacio también reservado para el pastoreo, caminábamos con cierto temor, pues los bueyes rumiando tranquilos nos observaban recelosos. Al pie de una pequeña loma que se levantaba discreta, estaba el pozo que surtía las necesidades de agua que en un tanque, sobre una carreta tirada por dos bueyes, se llevaba hasta la casa. En esta loma de modestas laderas, nos deslizábamos alegres sobre secas pencas de palmas.
Muy cerca del pozo, en un terreno aledaño cercado también con matas de piñas, se arrastraban silvestres las calabazas que cubrían gran parte del espacio. Después, en
continua sucesión, surgían los vastos espacios de tierra donde crecía la caña de
azúcar. (Parte 2, el Domingo próximo...)
Ansiosos nos sentábamos en el ómnibus que nos conducía hasta la entrada de la finca “Los Cocos”, situada en el pequeño pueblo de “La Gallega”. Un pueblo donde las casas se alejaban unas de las otras como para no mirarse, pues la mayoría de la población vivía dispersa en las fincas de la comarca.
La antigua casa de mis abuelos, sencilla pero amplia, tenía dos portales, uno al frente y otro en la parte posterior. En este último se celebraban, con sabrosas comidas criollas, todas las festividades familiares y se reunían diariamente los trabajadores de la finca y mis familiares a la hora de almuerzo.
Detrás, algo separada de la casa, había una especie de pequeño bohío que servía a modo de despensa. En su interior, colgaban del techo ajos, plátanos, cebollas y alguna pierna de cerdo; sobre el suelo de tablas, en filas bien ordenadas, habían sacos de legumbres y toda clase de vegetales que la finca producía y eran almacenados para el consumo de la familia. En un rincón siempre encontrábamos un barril lleno de manteca de cerdo.
No muy lejos, a un costado de la casa, había un establo en donde se ordeñaban las vacas dos veces al día. En la madrugada, se escuchaba el paso cansado de las vacas resonando sobre el camino terroso que las conducía al establo para ser ordeñadas. Este desfile se repetía diariamente en horas del atardecer. Años después, mi abuelo instaló una planta de pasteurización de leche y modernizó el sistema de ordeñamiento.
Bordeaba este camino una cerca de alambre, que separaba uno de los terrenos destinado al pastoreo del ganado. Una rústica puerta de alambres cerraba el camino que terminaba a la entrada de una arboleda, que abriéndose generosa, cubría el terreno con árboles de mango, guayaba, anones, chirimoya y separados por un pequeño espacio se reunían los coposos árboles de aguacate.
Rodeaban esta arboleda cercas de piñas, donde las gallinas, entre las hojas espinosas, hacían sus nidos y producían suficientes huevos para el consumo hogareño. Cuando atravesábamos la arboleda y penetrábamos en el contiguo y amplio espacio también reservado para el pastoreo, caminábamos con cierto temor, pues los bueyes rumiando tranquilos nos observaban recelosos. Al pie de una pequeña loma que se levantaba discreta, estaba el pozo que surtía las necesidades de agua que en un tanque, sobre una carreta tirada por dos bueyes, se llevaba hasta la casa. En esta loma de modestas laderas, nos deslizábamos alegres sobre secas pencas de palmas.
Muy cerca del pozo, en un terreno aledaño cercado también con matas de piñas, se arrastraban silvestres las calabazas que cubrían gran parte del espacio. Después, en
continua sucesión, surgían los vastos espacios de tierra donde crecía la caña de
azúcar. (Parte 2, el Domingo próximo...)