La loma era un remanso de paz, donde podíamos empinar los papalotes sin temor a que se enredaran en los cordones eléctricos o en los árboles que adornaban los patios de las casas de nuestro pueblo. Así pasábamos las horas, sin que nada nos interrumpiera.
Competíamos con los hermosos papalotes que construíamos con “güines” y papeles de “china” que cuidadosamente estirábamos con el calor de las planchas, desde luego, siempre bajo el ojo supervisor de nuestras madres.
Otros días las actividades se concentraban en juegos de pelota. En ocasiones, nos arriesgábamos a caminar hasta el cercano río de “Las Lajas”, que si mal no recuerdo, era más arroyo que río. Algunos de los muchachos se atrevían a darse un chapuzón en las aguas claras. También intentábamos pescar, aunque nunca lográbamos engarzar ningún pez y la mayoría de las veces regresábamos a nuestros hogares sin anzuelos y sin peces, pero pasábamos muchas horas agradables.
Otros fines de semana decidíamos ir de caza. Entonces nuestra imaginación se volvía indómita y transformaba los campos que rodeaban la “Loma del Chiple” en selvas inexploradas. Éramos capaces de realizar las más insólitas aventuras y los pequeños matorrales cubiertos de espinas, se convertían en impenetrables laberintos selváticos.
El equipo que llevábamos no era muy complicado. Consistía en unas ligeras jaulas confeccionadas con “güines”, el mismo que usábamos para hacer los papalotes. Dichas jaulas tenían en ambos extremos unas pequeñas trampas con el propósito de atrapar tomeguines. En el interior de estas trampas colocábamos comidas. Dentro de cada jaula teníamos un tomeguín, que saltando jubiloso, entonaba un trino que atraía a los tomeguines que moraban en esa selva creada por nuestra imaginación.
Ocultos y alejados a cierta distancia de las jaulas, esperábamos ansiosos la llegada de la incauta presa, que en bandadas saltaban y revoleteaban entre los pequeños arbustos en busca de comida. La primera señal que recibíamos de su presencia era el agudo vibrar de sus gorgojeos. Después imperaba la impaciencia. En silencio, aguardábamos el instante en que los pequeños pájaros se posaran en los bordes de las jaulas y comenzaran, con sus diminutos saltos, a acercarse curiosos y hambrientos a las trampas que parecían bocas abiertas en acecho de un delicioso manjar. La espera no era muy larga. Al fin saltaban dentro de las trampas en busca de la comida y sorprendidos quedaban atrapados. Revoleteaban desesperadamente, tratando en vano de escapar de las pequeñas trampas. Habituados a la inmensidad del espacio, se negaban a vivir sin la libertad de sus alas.
Poco después, con sumo cuidado, pasábamos los tomeguines capturados a unas jaulas de mayor capacidad, las cuales forrábamos en todo su alrededor con papel de periódicos, para que los tomeguines no pudieran ver más allá de sus jaulas. Así había que mantenerlos por algunos días, hasta que se habituaran a vivir en su prisión.
Pero no era mucha la espera. El mismo día que regresábamos a nuestros hogares, el remordimiento de la culpa de enjaular a unos pajaritos pesaba más en nuestras conciencias que el deseo de poseer sus cantos enjaulados. Y como si nos liberáramos de un gran pecado, abríamos las puertas de las jaulas y los devolvíamos nuevamente a su libertad. Emocionante ver esas alas gozosas revoleteando alegres y libres en nuestro cielo azul. Pronto volverían nuevamente a trinar entre los espinosos matorrales que rodeaban la “Loma del Chiple”.
Otras veces decidíamos explorar todos los rincones de “La Loma del Chiple”. Su parte más empinada estaba coronada de algunas discretas elevaciones que formaban pequeñas hondonadas a sus alrededores y nos contaban que eran trincheras, donde se refugiaban los combatientes guanabacoenses para resistir la invasión inglesa que ocupó la Villa. No sé si esto es parte de nuestra historia o producto de la fantasía popular, pero este es tema para nuestros historiadores.
“La Loma del Chiple” es uno de los tantos recuerdos de una juventud sana y alegre que permanece viva en la mente, como un hecho que hubiera sucedido realmente en el día de “ayer”.
Quiera nuestro Dios, que algún día, podamos sentir bajo nuestros pies los guijarros, las piedras y el polvo del mismo camino que nos llevaba hasta la loma de nuestros recuerdos. Y escuchar, nuevamente, el alboroto y la camaradería de los buenos amigos que llenaron nuestra juventud de tanta felicidad y que en su compañía, emprendimos tantas veces, en franca armonía, el inolvidable recorrido hacia la “Loma del Chiple.”